27 jun 2012

VIEJAS FUENTES


Foto Diego Godoy Cejudo

Esta estampa no es de ahora. Ahora el agua está completamente socializada en la ciudad. Es un «servicio». Entre el agua del grifo —procedente de la cañería— y la de la fuente, yo encuentro esa diferencia: la del grifo es ya un agua funcional. ¿Y la de la fuente? El agua de la fuente era, todavía, una gracia...

El agua socializada presta indudables servicios a la humanidad. ¿Cómo negarlo? Está bien, muy bien, civilizar el agua. Civilizar, ¿no es evitar ocios? El agua no puede costearse siempre —por ejemplo— el lujo de llegar al fin... Desde que nos dimos cuenta los hombres de que ella es una «materia prima», nada menos, ¡cómo le hemos hecho la libertad imposible! La hidráulica, la hidroeléctrica, los regadíos... Cada vez se está poniendo más cara, para el agua, la ilusión del mar.

Y es bueno, insistamos, que el hombre haya domesticado el agua, que la haya obligado a entrar, «conducida» disciplinariamente, a sus olivares y a sus haciendas; que la haya humillado hasta introducirla, sin protesta, en el propio hogar. La civilización, a fin de cuentas, no es sino la potenciación del servicio a domicilio. Desde la municipal cañería hasta la televisión, pasando por la nevera, el progreso ha ido salvando los obstáculos de una carrera encaminada a meternos el mundo completo dentro de las cuatro paredes del cuarto de estar.

Bien; pero el hombre tiene que pagar sus necesidades y sus comodidades. No caben ventajas gratuitas para el hombre. Así, a lo largo del épico progreso de la socialización del agua, ha habido que ir renunciando, poco a poco, a la lírica de su canción. Es la soldada que el agua cobra por su servicio. O es, quizá, su venganza...

¡Las canciones del agua! Cierto que todavía canta ella, rumorosa o brava, en los arroyos y en las torrenteras; cierto es que ahila aún su música en las fuentes de la sierra, entre el perfume montaraz del tomillo, del espliego y del cantueso. Pero la ciudad, esclavizada por nosotros, es, a lo más, «agua oculta que llora», que gime en silencio. (Porque, ¿vais a llamar canción al ruido del grifo abierto del lavabo?)

En los pueblos se van suprimiendo las fuentes: esos monumentos, chicos o grandes, que se levantaban al agua cuando ella tenía su prestigio, cuando ofrecía su caño libre como una dádiva; como una gracia , y no como un deber. ¿Recordáis? El pueblo se adensaba alrededor de la torre de la iglesia y, luego, casi en igualdad jerárquica, afirmaban su pujanza las demás instituciones: el Ayuntamiento, la escuela, la casa solariega, la fuente... Porque era eso la fuente: una institución. Ella, entre un realce casi litúrgico a veces de piedras labradas y gárgolas prosopopéyicas, regalaba muchas cosas además del agua. O, con el agua, regalaba muchas cosas. La poesía, siempre vagabunda, iba por las calles del pueblo en busca de sus temas y, de pronto, se acogía al patronazgo de la fuente. Musitaba el agua en la fuente su canción y, en seguida, su música imantaba la frágil risa de las mozas. Y los poemarios y los romanceros pedían metáforas prestadas a la fuente...

Desaparecen, sí, las viejas fuentes de los pueblos. Siempre la Civilización: un poco más de utilidad a cambio de otro poco menos de belleza. No hay derecho a quejarse. Porque el hombre está siempre abocado a preferir: es un animal que elige. Y elegir, ¿no es eliminar? La Civilización, en última instancia, resulta también, hasta cierto punto, un ejercicio ascético. Paradoja...

(ABC, 28 de junio de 1959)

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